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Era el siglo XVI, pleno renacimiento italiano donde la ciencia y las artes se encontraban en ebullición; todo era nuevo y todo era un “renacer” desde las “tinieblas del Medioevo”, dando paso a “lo nuevo”; el mundo giraba y parecía avanzar en todos los ámbitos: el descubrimiento de América, la imprenta y los nuevos grandes inventos, sumados a una concepción “antropocéntrica” de la historia, hacían de Europa (y especialmente de Italia) un hervidero intelectual y artístico; el hombre había progresado y parecía haber llegado a la remota “edad dorada” de los antiguos (baste para ello ver la pintura y esculturas renacentistas para darse una idea).